Estamos por iniciar un año juntos…donde recorreremos muchos caminos, donde cada quien pondrá lo mejor de sí para llegar juntos a la meta.
Bienvenidos…seremos un gran equipo

lunes, 21 de febrero de 2011

Crimen y castigo: ¿labor de la policía o territorio de filósofos, sociólogos, políticos y educadores?

Educadores más pertinaces exploran desde
hace años las potencialidades de que sean los propios
reclusos los que se eduquen a sí mismos, se
eduquen unos a otros y diseñen y operen sus propios
programas educativos. En diversos proyectos,
algunos de los reclusos devienen en expertos
conocedores de la legislación penal y ayudan de
manera significativa a otros reclusos durante el desarrollo
de su proceso judicial. La formación de
formadores entre los reclusos mismos viene entonces
a ser un asunto de la mayor importancia,
sobre todo si en dicha formación vamos a cumplir
con los fundamentos de la pedagogía crítica.

Una vez más me he encargado de un número temático
de Decisio dedicado a un asunto tan vasto
que no puedo pretender desarrollar en este espacio
una revisión de la literatura que trata del tema
ni mucho menos presentar un estado del arte, aunque
el problema, sus correspondientes quehaceres
y sus fundamentaciones teóricas e ideológicas
rebasen más mi capacidad que las dimensiones de
este artículo. Por ello debo limitarme a señalar algunas
de las cuestiones que, a mi juicio, siguen
destacando entre las más salientes y discutidas
dentro de este campo de la educación de adultos,
con la esperanza de que su consideración permita
un análisis más penetrante en las mentes y las acciones
de quienes participan en él, ya sean reclusos,
educadores, científicos sociales o funcionarios de
todo nivel, desde los poderosos procuradores generales
hasta los más obscuros custodios.
Diversas concepciones
sobre el sistema penitenciario
y sus implicaciones educativas
La noción más tradicional de lo que es una cárcel
o reclusorio es la de que se trata de un lugar seguro
para aislar de la sociedad a quienes representan
un peligro para ella, cual si se tratara de enfermos
infectocontagiosos portadores de gérmenes mortíferos
y contásemos solamente con los recursos
sanitarios de la Edad Media. Así pues, se castiga al
delincuente con el encierro y se da por sentado
que los reclusos son todos ellos unos pillos, criminales,
forajidos y malhechores; si la noción pretende
ser congruente, quienes gozamos de libertad
somos por tanto personas honradas, ciudadanos
todos nosotros que cumplimos escrupulosamente
con la ley. De todas formas, cualquier noción
de cárcel conlleva una concepción que podríamos
calificar de educativa y ésta no es la excepción: la
de que el castigo es en sí mismo una lección, que
el castigo educa. En pleno siglo XXI tal pensamiento
podría calificarse de obsoleto, o cuando menos de
rancio y conservador; pero la frecuencia con que
el castigo es aplicado tanto en nuestros hogares
como en las instituciones escolares de educación
básica nos hace ver que la idea (“la letra con sangre
entra”) sigue vigente. El lector atento percibirá
a lo largo de este artículo, a partir de estas mismas
líneas, que muchas de las limitaciones y miopías
de que adolece la educación, y de hecho la
vida carcelaria de nuestros tiempos, guardan un
paralelismo sorprendente con las fallas y carencias
de la educación que ofrecen nuestros planteles
y escuelas “de afuera”, ya sean jardines de niños,
primarias o secundarias, trátese de instituciones
oficiales o privadas, y de la vida
misma que llamamos “en libertad”;
Foucault dijo, hace ya más de 25
años, que entre más analiza uno el
proceso de “carcelización” practicado
por el sistema penitenciario, hasta
en sus menores detalles, más se siente
uno inclinado a relacionar tales
prácticas con las que ocurren en la vida diaria de
nuestras escuelas, en el ejército, en los hospitales,
en muchos centros de trabajo y en otras instituciones.
Aunque esta concepción de reclusorio
como lugar de castigo descalifica totalmente al
preso como persona, no tendremos más remedio
que aceptar que la educación “de afuera” y la “de
adentro” se parecen la una a la otra más de lo que
es cómodo creer.
Un concepto más avanzado concibe a la cárcel
como institución de rehabilitación o readaptación
social de los reclusos. El recluso ha delinquido, en
efecto, aunque haya muy numerosas excepciones,
pero pensamos que eso se debe en gran parte a
que carece de las competencias necesarias para el
trabajo y de las competencias culturales básicas
para la vida en sociedad. Si le proporcionamos
ambas exitosamente, el preso rehabilitado tiene
incluso la oportunidad de abandonar más pronto
el reclusorio. La sociedad está bien, es el preso
quien estaba en falta, pero ahora la sociedad va en
su ayuda. La proyección educativa de todo esto es
una especie de educación remedial (muchos educadores
incluso le llaman “el modelo médico” o
“psicologista”, en el que el recluso es una especie
de paciente disfuncional que padece de un trastorno
mental que es diagnosticado y tratado consecuentemente):
el recluso cometió su incorrección
porque “le faltaba algo”, si se lo proporcionamos
la probabilidad de que vuelva a delinquir se reduce
significativamente. Esta segunda corriente, que
arranca con la criminología positivista del siglo XIX
(te castigo pero te rehabilito), viene a insertarse
muy bien en el funcionalismo tan en boga de los
años 60 y 70 del siglo pasado (preparar al recluso
para que cuando salga esté en posibilidad de aprovechar
“todas las oportunidades” que la sociedad
le ofrece), o bien en una combinación de enfoques
cognitivistas y neoliberales (preparar al recluso
para que sea capaz de tomar las decisiones
“correctas” ante los problemas que
le plantea la vida, para que saque
bien las cuentas de lo que va a hacer
en términos del costo/beneficio de
su acción, para que acepte que a la
larga el crimen no paga —aunque
la experiencia de quienes defraudan
millones le diga lo contrario).
De una u otra manera, y por mucho que represente
un avance, esta segunda noción de que estamos
hablando es funcionalista y estrecha, desde la
alfabetización que ofrece (basada en el dominio
de una serie de competencias funcionales concretas
y descontextualizadas gracias al empleo de “paquetes”
educativos elaborados al por mayor, nada
de pensamiento crítico, nada del “entender la vida”
proclamado por Freire) hasta la dócil capacitación
para el trabajo lograda en los talleres. Todo esto
tiende a convertirse en una serie de actividades
cuyo verdadero logro es mantener a los presos
ocupados, y de hecho esta aproximación llega a
ser utilizada como parte del sistema de vigilancia
y control al interior del penal, como una extensión
funcional del panóptico (para quien no ha
estado en la cárcel, el panóptico es el punto desde
el cual, gracias a un sistema de pasillos y corredores,
puede verse todo lo que pasa en el reclusorio;
los educadores críticos dicen que el panóptico es
el currículo oculto de la noción “rehabilitadora”
de la educación carcelaria). Y como muchos de
estos programas son obligatorios y ofrecen una
reducción en la pena a quienes los terminan con
éxito, también son muy funcionales para que las
autoridades presenten los elevados porcentajes de
reclusos que participan en ellos y dejen a ministros
y funcionarios, y a no pocos sectores de la
sociedad, satisfechos con los “éxitos” logrados.
Como no es difícil percibir, esta noción de lo que
es, de lo que debe ser y de lo que es capaz de lograr
un sistema carcelario tiene todas las potencialidades
de convertirse en una verdadera ideología
en el sentido de proporcionar una visión distorsionada
de la realidad que viene a ser, y a quién
puede sorprender esto, totalmente funcional con
la ideología del “Estado democrático” o “Estado
de derecho” en que supuestamente vivimos. En
todo caso, valdría la pena proponer a estos funcionalistas
que, si un preso ha sido “rehabilitado”
o “readaptado” con estos programas antes de que
cumpla con su condena, debería entonces ser certificado
como tal y ser puesto en libertad condicional
de inmediato y que, mientras esto sucede,
los reclusos rehabilitados podrían pasar a formar
parte del cuerpo que gobierna al reclusorio, con
lo que se democratizaría de manera significativa la
vida dentro del penal.
Es posible llevar todavía más adelante la misma
noción, y pensar que la cárcel podría representar
la oportunidad para una verdadera reeducación.
Reeducarse es un concepto mucho más avanzado
que rehabilitarse o readaptarse, incluye por supuesto
aprendizajes que nos van a permitir una nueva
visión de la vida, no solamente una capacitación
para el trabajo; nos educamos como seres humanos
y al hacerlo desarrollamos una nueva perspectiva
social y por lo tanto cultural. Los presos mismos
lo han expresado así desde hace mucho:
Para nosotros, hablar de educación significa hablar
de la oportunidad de adquirir una formación tanto
intelectual como práctica que desarrolle nuestra
capacidad para comprender y que disminuya nuestra
alienación con respecto a las cosas, a la realidad
y a la vida. Educarnos es dar un paso hacia la liberación
de nuestro espíritu.
Prisioneros de la cárcel de Archambault, Québec,
Canadá, que se habían declarado en huelga de trabajo
en los talleres.
Febrero, 1976.
La noción reeducativa también incluye el desaprendizaje
de lo aprendido que se considera equivocado
o erróneo, pero de ninguna manera se reduce
a “retomar el buen camino”; a medida que
nuestro pensamiento, nuestros sentimientos y
nuestros valores van madurando, todos tenemos
que desaprender para seguir aprendiendo. Esta
noción pone énfasis en que la educación en las
cárceles no debe de ninguna manera reducirse a la
alfabetización de los reclusos ni a su educación
primaria y secundaria, e insiste en que haya programas
de educación superior, conduzcan o no a
la obtención de un título profesional, un diploma
o un grado académico.
Y todo ello puede llevarse a un grado mayor de
profundidad y a una reconceptualización más
ambiciosa en una cuarta noción: la de que la vida
carcelaria, tan injusta y tan llena de sufrimientos
materiales, intelectuales, afectivos, sociales y morales
verdaderamente indecibles e inaceptables en
una sociedad civilizada, debería ser aprovechada
para hacer ver y comprender a los participantes
en los programas educativos, ya sean docentes,
internos, custodios o funcionarios, las dimensiones
sociales y culturales del delito, el por qué las
prisiones están llenas de personas provenientes de
los sectores más marginados y desposeídos y no
hay en ellas casi nadie de la clase media y ya no
digamos de la alta, el por qué la mayor parte de
ellos no tendría por qué estar allí y casi ninguno
de ellos se va a beneficiar o se va a desarrollar
como persona gracias a tal estancia, el papel que
han jugado la sociedad y los agentes de control
social en la comisión del crimen de que se trate y
en el establecimiento del castigo respectivo (incluyendo
el cuestionamiento del sistema de valores
de quienes ejercen o detentan el poder y de
quienes diseñan, aprueban e implementan las leyes
respectivas), y abrir para todos la perspectiva
de tomar parte crítica en el trabajo social y político
necesario para acabar con la gran injusticia que
en su conjunto esto representa. Todos los aspectos
del quehacer educativo en las prisiones tienen
implicaciones políticas, ya que la criminalidad tiene
sus raíces no solamente en la problemática social
y la ordenación económica de la sociedad sino
en su estructura política, no siendo infrecuente que
la legislación y la reglamentación penales mismas
hayan sido elaboradas y aprobadas por procedimientos
poco democráticos y sin el menor intento
de tomar en cuenta el consenso de la sociedad.
La unidad de análisis del educador crítico en las
prisiones no puede ceñirse pues a la persona del
delincuente, ya que es necesario considerar el contexto
social en que se dio el delito y en el que la
persona se convirtió en malhechor, y ya en el terreno
de las enmiendas, la rehabilitación y las reparaciones,
es indispensable señalar las reformas
necesarias en el sistema en el que estamos inmersos,
la cárcel misma para empezar, y la sociedad
en su sentido más amplio. Por ello es que el educador
crítico no está de acuerdo con el enfoque
que pretende simplemente rehabilitar o readaptar
al recluso; el delincuente no era ya parte de la sociedad
cuando cometió el delito, no lo es ahora
que está preso, y lo más probable es que tampoco
lo sea al salir; el asistir a clases durante su reclusión
no va a cambiar las condiciones estructurales
injustas de la sociedad a la que se pretende reintegrarlo.
Esta aproximación más crítica del quehacer educativo es la que
cuenta, por supuesto, con
la más exigua simpatía de
las autoridades de todos los
niveles, ya sean federales,
estatales, municipales o penitenciarias,
y los educadores
críticos (profesores y
académicos que incluso llegan
a ser calificados de peligrosos)
trabajan siempre,
más que los otros, con el
temor de que sus programas
desaparezcan: todo
parece indicar que, tanto
adentro como afuera, a pocas
cosas le teme tanto la
sociedad como a producir mentes verdaderamente
libres.
Por otra parte, es evidente que el educador crítico
tiene todavía que trabajar mucho para definir
con mayor claridad sus metas, que no se reducen
simplemente a disminuir la reincidencia ni a cumplir
con el derecho que tienen los reclusos a la
educación, pero que tampoco quedan descritas con
precisión si nos limitamos a hablar de la formación
de una conciencia crítica entre los participantes,
de su politización, de que queremos que haya
consistencia entre los valores democráticos y las
prácticas democráticas en el salón de clase, de que
una cosa es educar a las personas y muy otra es
domesticarlas para que dejen de delinquir y de que
estamos tratando de promover una especie de pedagogía
de resistencia en contra de la opresión.
Sin embargo, no puede olvidarse que Freire, uno
de los grandes pioneros de la pedagogía crítica,
dijo que esta aproximación comienza por la convicción
de que no es posible presentar un programa
determinado de acciones, y que tal programa
debe siempre construirse dialógicamente con los
participantes; el currículo, en todas sus dimensiones
(propósitos, metas, actividades de aprendizaje,
contenidos, evaluación, textos, lecturas, materiales
de consulta, acreditaciones y certificaciones,
etc.), debe ser construido con los estudiantes, no
para ellos. Esto es otra vez válido tanto para los
programas educativos de las prisiones como para
las instituciones educativas de “afuera”.
Y la quinta noción, que aborda en este número
el trabajo de Tyro Attallah Salah-El y que yo comparto
totalmente: la de la abolición de las prisiones,
artículo a cuya lectura refiero a todos los interesados
para no repetir aquí la argumentación que
encontrarán unas pocas planas más adelante.
Las limitaciones educativas
que encontramos afuera
se agudizan adentro
El paralelismo que se da entre las faltas y carencias
de los sistemas educativos que operan dentro de
los penales con respecto a los que operan afuera,
no debe hacernos dejar de ver que tales faltas y
carencias se agudizan cuando el educador trabaja
dentro de un reclusorio. Las características que hacen
más acerbas tales faltas y carencias forman parte
integral de la naturaleza misma de las prisiones actuales,
por lo que no pocos educadores, al presenciar
el fracaso de muchos programas educativos
creativos e innovadores dentro de los reclusorios,
cambian de actividad para ponerse a trabajar por
una transformación de la ideología y las prácticas
del castigo hoy vigentes, el derecho penal por supuesto
incluido. El conflicto entre los propósitos
de una verdadera educación y los de la seguridad
del sistema penitenciario no es asunto banal.
La educación en todos sus niveles, pero en particular
la educación media superior y superior, requiere de un ambiente libre de coacciones, amenazas
e imposiciones, en el que debe existir respeto
por el acceso franco a las ideas y las fuentes de
información, en que el estudiante sea responsable
del diseño de su propio aprendizaje y practique
constantemente el pensamiento crítico. No podemos
ignorar que estas condiciones raramente se
logran a cabalidad en las instituciones educativas
“de afuera”, pero es evidente que es mucho más
difícil irlas construyendo al interior de los penales,
lugares en los que por lo general el aprendizaje es
entorpecido, las fuentes y los recursos son muy
limitados, la imaginación y la creatividad son desalentadas
y el pensamiento crítico es mal visto.
La rutina de las prisiones interfiere con los procesos
educativos de muchas maneras. Una de ellas
son los encierros por motivos de seguridad, durante
los cuales los reclusos tienen que permanecer
en sus celdas por un tiempo indefinido, permitiéndose
solamente la salida de aquéllos que
desempeñan labores vitales (por ejemplo en la alimentación
y la limpieza); durante tales encierros,
por supuesto, todas las actividades educativas se
suspenden. Cuando los encierros incluyen el registro
de las celdas, las notas de clase de los reclusos,
sus tareas y otros materiales educativos quedan
desordenados y dispersos, “se pierden” e incluso
son confiscados y destruidos. En ocasiones
los custodios piensan que tal o cual preso ya tiene
“demasiados” libros y proceden en consecuencia,
simplemente para mostrar su poder. El sistema de
castigos desarticula los grupos y trastorna el ritmo
y la secuencia de los aprendizajes.
Las rutinas menos formales del reclusorio también
interfieren con el proceso educativo, pues
quienes ocupan cualquier posición en la estructura
de poder son proclives a mostrar su jerarquía y
su dominio en cualquier ocasión aprovechando rituales
diversos, fortuitos o bien establecidos: el
registro mismo del educador en el momento de
entrar en la prisión, el ruido excesivo producido
por los custodios justo afuera del salón de clase y
precisamente cuando estamos en clase, la entrada
de los custodios al salón de clase buscando con
insistencia a un recluso que bien saben que no está
allí o para llevar a cabo un registro que nadie ha
ordenado, o de plano el acoso y humillación de
los custodios hacia reclusos que no son de su simpatía. Por lo demás, las cárceles, a
pesar de su orden aparente, son lugares
caóticos, ruidosos y llenos de
tensiones e interferencias. En general
no cuentan con lugares en los
que hay que guardar el mínimo silencio
necesario para el estudio y la reflexión; el
espacio es magro, pues casi toda prisión está sobrepoblada,
el hacinamiento dentro de las celdas
es indecible y algunos presos prefieren tener la
radio o la televisión a todo volumen mientras otros
preferirían ponerse a leer, a estudiar o a preparar
un trabajo; a todo ello hay que agregar una iluminación
inadecuada, silbatazos, campanadas, chicharras,
sirenas, mensajes salidos de los altoparlantes
y los gritos de custodios o de presos llamándose y
contestándose unos a otros.
Un educador en la prisión no solamente debe
preparar sus clases, sus materiales, sus evaluaciones,
escoger sus lecturas, revisar las tareas, etc. El
educador carcelario tiene que participar necesariamente,
con inteligencia, talento y buen tino, en
los juegos de status y de poder que se dan entre el
personal y los prisioneros y a menudo tiene que
servir de mediador entre ellos. No basta pues con
dominar el contenido del curso y la metodología
para su impartición exitosa, el docente debe además
tener o desarrollar mucha experiencia en el
establecimiento de relaciones interpersonales eficaces
que resulten de utilidad para intervenir con
éxito en esta especie de guerra cultural que se da
entre diversos grupos en el reclusorio, entre custodios
y prisioneros y entre los prisioneros mismos,
que compiten por el poder, el status y el control.
Dentro de la misma línea, de ninguna manera
debemos pensar que todos los conflictos se dan
entre el personal, por un lado, y los reclusos, por
el otro. Si los cursos incluyen la consideración, planificada
o fortuita, de asuntos tales como las muy
diversas formas que puede tomar la discriminación
racial y cultural, o bien los derechos de la
mujer, los derechos de las y los homosexuales y
las controversias sobre asuntos políticos y religiosos,
el educador debe tener el tacto y la madurez
suficientes como para evitar polémicas apasionadas
y violentas y por lo tanto inútiles y aún dañinas
desde un punto de vista intelectual, afectivo y
social. Durante la clase misma una mayoría de reclusos
con una concepción o creencia
determinada puede dominar a
una minoría que se va a sentir amenazada,
molesta y silenciosa, tanto
dentro y durante la clase como fuera
y después de ella. La intervención
de grupos y pandillas, entre una clase y otra, puede
empeorar las relaciones ya de suyo tensas entre
muchos reclusos, y por supuesto que puede llegar
a dar al traste con el curso mismo.
Los asuntos relacionados con el género merecen
una consideración especial. Tal y como ocurre
“afuera”, las mujeres son consideradas ciudadanas
de segunda en los reclusorios y por lo tanto
se ven sometidas a discriminaciones por el simple
hecho de serlo. ¿Para qué quieren estudiar si son
mujeres? ¿Para qué quieren capacitarse para el trabajo
si al salir se dedicarán a atender a su familia, o
cuando mucho trabajarán como cocineras, meseras
o lavanderas, si no es que como prostitutas?
Las mujeres no son consideradas “cabezas de familia”
y las autoridades dentro de cada reclusorio,
por supuesto casi todos ellos hombres, enviarán
proporcionalmente más varones a estudiar y más
mujeres a encargarse de la cocina y de la lavandería
o del aseo de la prisión. Se llega al extremo,
incluso en países postindustriales, de que las reclusas
mujeres “autorizadas” para estudiar tengan
que ser transportadas a las cárceles de hombres
para asistir a programas educativos de nivel secundario
o superior que se ofrecen mucho más a
menudo en los reclusorios para hombres que en
los de mujeres, lo cual constituye una “molestia”
más para el sistema que viene a sumarse a los prejuicios
de género de los funcionarios y que “justifica”
que la oferta educativa para las reclusas sea
más pobre que para los presos varones.
Otras limitaciones e interferencias son más estructurales,
inherentes por tanto a las características
con que las prisiones son concebidas, construidas
y manejadas: la mayoría de los reclusos son
indigentes y prefieren trabajar en los talleres (en
los que devengan algún salario) que ir a clases;
cuando hay becas para estudiar por lo general tienen
un monto inferior al salario devengado en los
talleres. Las prisiones están construidas para castigar,
no para educar, y por lo general no cuentan
con espacios apropiados para desarrollar los cursos; para el educador y sus estudiantes no es fácil
generar ambientes de aprendizaje en sitios en los
que el ethos y la atmósfera misma del lugar conducen
más a la pérdida de la atención que a la concentración
de la inteligencia. Nos quejamos mucho,
a menudo injustificadamente, del currículo
oculto en la educación “de afuera”, en nuestras
escuelas y facultades; pero así y todo, es mucho lo
que un estudiante aprende de manera más sistemática
de lo que creemos en pasillos, patios y corredores,
durante tutorías y asesorías, en centros
de recursos para el aprendizaje diversos, en bibliotecas
y laboratorios, asistiendo a conciertos y funciones
de cine y de teatro, participando en actividades
extracurriculares diversas. En las cárceles no
se cuenta con casi nada de esto, o bien lo que se
aprende en las celdas y en los exiguos espacios
abiertos de las prisiones está en abierta contradicción
con lo que pretendemos enseñar en nuestros
cursos. Es claro, pues, y a pesar de las similitudes,
que la gestión de una institución carcelaria es diferente
a la de un plantel educativo, y que el control
que se trata de ejercer al gobernar un reclusorio
entra a menudo en conflictos substanciales con la
flexibilidad y la creatividad que el quehacer educativo
requiere.
¿Cuáles son las probabilidades
reales de llevar a la práctica las
diversas concepciones educativas
en los reclusorios y qué otras
alternativas tenemos?
En esta breve coda voy a considerar solamente
algunas implicaciones educativas de las nociones
rehabilitadoras y readaptadoras, esto es, las basadas
en la capacitación para el trabajo y el ejercicio
funcional de algunas competencias culturales básicas,
y las de la noción crítica concientizadora,
esto es, la de la comprensión liberadora de la naturaleza
social, cultural y política del delito y del
sistema penitenciario. Las concepciones punitivas
y de aislamiento caen por su propio peso, son
moral y económicamente inaceptables e insostenibles
y lo serán cada vez más; las concepciones
reeducativas pueden ser subsumidas en la visión
concientizadora.
Aunque los logros sean modestos, es claro que
la educación para el trabajo y el desarrollo de las
competencias culturales básicas entre los reclusos
tiene un efecto medible en la disminución del índice
de reincidencia (el aparentemente eterno círculo
vicioso de que la sociedad produce criminales,
envía a los criminales a la cárcel, y la cárcel no
hace sino producir todavía más criminales). Abatir
el índice de reincidencia no tiene por qué ser
desvalorizado, es un logro y debemos reconocerlo.
Pero tampoco podemos dejar de darnos cuenta
que los programas rehabilitadores son de implantación
mucho más directa y libre de problemas a
pesar de las condiciones que privan en las prisiones.
En cambio, cuando dirigimos la mirada para
ver lo que ocurre con la noción crítica concientizadora
y tratamos de evaluar los resultados, no
podemos ignorar que no es posible determinarlos
en términos de la reincidencia, pues no resulta fácil
encontrar un verdadero programa educativo,
crítico y concientizador totalmente en ejecución;
no es sencillo medir los efectos de programas que
no ha sido posible implementar con todas sus
potencialidades. Por supuesto que hay numerosos
intentos por poner en práctica esta especie de pedagogía
crítica en las prisiones, pero estos intentos
se ven sistemáticamente entorpecidos cuando
no suspendidos o clausurados definitivamente.
Muchos educadores han llegado a la conclusión,
aparentemente pesimista, de que lo que hace
falta no es introducir reformas en los programas
educativos de los reclusorios, lo que hay que hacer
es reformar totalmente el sistema y la filosofía
penitenciaria vigente en el mundo. Mientras esto
se logra, los educadores críticos convencidos de
ello siguen involucrados en la educación en las prisiones
pero seleccionando, junto con los reclusos,
temas, materiales, textos, métodos y procedimientos
democráticos, participativos, críticos, políticamente
relevantes con respecto al análisis y perspectivas
de la modificación e incluso de la abolición
de los sistemas carcelarios. Por supuesto que consideran
las tareas alfabetizadoras, pero dentro de
una perspectiva no funcionalista que incluye en
su sentido más amplio a la comunicación, la participación
social y política, el pensamiento crítico y
la resolución de problemas y necesidades vitales
como parte de las competencias culturales básicas.
Educadores más pertinaces exploran desde
hace años las potencialidades de que sean los propios
reclusos los que se eduquen a sí mismos, se
eduquen unos a otros y diseñen y operen sus propios
programas educativos. En diversos proyectos,
algunos de los reclusos devienen en expertos
conocedores de la legislación penal y ayudan de
manera significativa a otros reclusos durante el desarrollo
de su proceso judicial. La formación de
formadores entre los reclusos mismos viene entonces
a ser un asunto de la mayor importancia,
sobre todo si en dicha formación vamos a cumplir
con los fundamentos de la pedagogía crítica.
En muchas ocasiones, los presos mismos producen
sus propios materiales de lectura, de estudio
y de discusión; muchos de ellos escriben sus
autobiografías, e incluso las publican con éxito
fuera de la prisión. Un recluso puso a pensar a
todos, incluyendo al profesor, cuando escribió
después de discutir en clase sobre diversas religiones:
no importa en lo que creas, con tal de que
sigas poniéndote de rodillas. Otra prisionera dijo
al hablar sobre valores humanos: si manejo un
Mercedes-Benz, si calzo mocasines de Gucci y si
Vidal Sasoon es mi peluquero, eso quiere decir que
soy una persona superior; y esta es la transición
más dura que tenemos que hacer los que estamos
en la cárcel, porque en la cárcel una persona es lo
que realmente es, mientras que afuera una persona
es lo que trae en sus bolsillos. En el CeReSo de
“El Llano”, una prisión de alta seguridad en el estado
de Aguascalientes, México, el bibliotecario
es un recluso condenado a
30 años de prisión que se ha convertido
en un experto en derechos humanos y
que cita con facilidad y corrección una
gran cantidad de documentos nacionales
e internacionales sobre la materia. En
el CeReSo de mujeres, también de
Aguascalientes, una reclusa me conmovió
cuando me dijo: nunca había sido
tan libre como lo soy aquí en la cárcel.
Diversos educadores ensayan aproximaciones
muy creativas. He visto trabajar
en las cárceles grupos de teatro en
los que tanto los actores y actrices como
el director son presos; he asistido a conciertos
de grupos musicales diversos
formados por reclusos y dirigidos por ellos, ya sean
bandas de instrumentos de viento, rondallas o tríos,
en ocasiones ejecutando composiciones hechas
por uno de los internos; he visto exposiciones fotográficas
en que los artistas son todos ellos presos;
he estado presente en recitales de poesía en
que los poetas eran reclusas o reclusos. En el Ce-
ReSo de Morelia los presos han formado su propia
compañía de teatro, llamada por cierto “Libertad”,
y están escribiendo sus propias obras.
Quizá, como bien lo dijo Marx, los educadores
también necesitamos seguir educándonos. Esto
nos incluye, por supuesto a quienes trabajamos
como educadores en las prisiones. Y es más que
evidente que muchos de nuestros educadores van
a ser nuestros propios alumnos, los reclusos.
POR
JM Gutiérrez-Vázquez
CENTRO DE COOPERACIÓN REGIONAL PARA LA
EDUCACIÓN DE ADULTOS EN AMÉRICA LATINA Y
EL CARIBE (CREFAL)
gutierrezv28@hotmail.com

No hay comentarios: